viernes, 4 de febrero de 2022

El desbarato de Sierra Bermeja


Águila real
(Fuente: Pinterest)


El 16 de marzo del año 1501, una avanzadilla capitaneada por el noble cordobés don Alonso de Aguilar alcanzaría al caer la tarde la cumbre de un escarpado cerro en la cara norte de Sierra Bermeja persiguiendo a ciertos rebeldes mudéjares que tenían allí su campamento.

Escondidas en el interior de las tiendas, las esposas de los insurrectos cuidaban de los niños y custodiaban entretanto sus escasas posesiones esperando llenas de angustia el desenlace de aquella  escaramuza.

Tras la ardua subida, las sombras de la noche habían comenzado ya a cernirse sobre la sierra sin que el grueso de las tropas cristianas, distanciadas a varios tiros de arcabuz de la vanguardia, lograsen encontrar la cima; hasta que, cada vez más desnortadas, terminaron yendo a parar al borde de un tenebroso barranco que hacía imposible su avance.

Al mismo tiempo, los primeros soldados llegados al real de los moros  inexplicablemente soltaron las armas llevándolos ya casi derrotados y a pesar de las advertencias del noble comenzaron a robar las ropas y los enseres de estos, que se habían ocultado entre la maleza.

Doliéndose de sus mujeres e hijos, los musulmanes contraatacaron con una furia desmedida poniendo en fuga a la mayoría de los milicianos cristianos, que se precipitaron ladera abajo por aquellos empinados taludes en una agónica huida y con un absoluto desconocimiento del terreno. Por el contrario, solo un reducido grupo de valientes caballeros, con don Alonso a la cabeza, eligió enfrentarse a ellos, a sabiendas de que les esperaba una muerte segura. A partir de ahí, lo sucedido durante el resto de esa larga noche fue un auténtico desastre.

A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar el conocido como cerro del Calaluz, las águilas reales serían testigos callados de un cruento escenario: cuerpos despeñados en el fondo de los barrancos, jinetes y caballos asaeteados de madrugada entre los pinos mientras bajaban la vertiente; y los primeros buitres sobrevolando el lugar de la masacre alrededor de los cadáveres o de los desdichados que aun agonizaban con las cabezas abiertas por el impacto de los peñascos lanzados desde las alturas.

Según la crónica de Andrés Bernáldez, unos ochenta hombres perderían la vida esa noche en nuestra sierra —el padre Mariana habla de doscientos— en una sonada derrota cuyo eco se extendió por todos los reinos peninsulares dando pie a multitud de romances y cantares.

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